miércoles, 10 de octubre de 2012

La verguenza tóxica : sanando al niño interior


 





Me veo aún. Tengo doce años y estoy en el umbral de mi casa, mirando con inmensa tristeza cómo pasa la gente por la vereda. En esos domingos de provincia me parecía que era la única que no iba a la plaza a dar la vuelta del perro. Yo no quería ir, me avergonzaba mi cuerpo, me sentía gorda y fea e imaginaba que nadie quería estar a mi lado. Pero ese era mi secreto, porque yo disfrazaba el dolor con una actitud hipercrítica: ¿Es una estupidez ir a la plaza?, ¡Se pierde el tiempo!, ¡A mí no me interesa!. Ni los ruegos de mi madre, ni las suplicas de algunos amigos lograban arrancarme de mi encierro.
Hoy me doy cuenta de cuanto peso tenía en mí el miedo al ridículo, a la burla de los otros. Pocas personas logran evadir este sentimiento que opera en nosotros como un veneno. Es lo que se llama vergüenza tóxica: una vergüenza que nos invade e impide expresar nuestros pensamientos, deseos y sentimientos. Esta vergüenza tóxica nos llena de inseguridad y hace que cualquier observación, crítica o cuestionamiento por parte de otro nos derrumbe.
Volver al origen


Frente a las situaciones hirientes que se viven en la infancia, muchos hemos sentido que no teníamos permiso para expresar la rabia y el dolor.
Cuando reiteradamente nos señalan nuestros errores y se burlan de nuestros sentimientos y percepciones, entramos en un estado de confusión que nos deja sin parámetros referenciales para actuar. Muchas veces hemos escuchado durante nuestra infancia. ¡Basta de llorar o te daré una paliza!, ¡Anda a jugar, este no es tema para que vos escuches!, ¡Tu mamá y yo no estamos peleando, nos estamos acariciando!, ¡Esto no te esta doliendo, no grites!. Estos mensajes, mandatos e imposiciones nos generan mucha confusión y culpa, entonces pensamos: ¿Hay algo malo en mí?.
"Así se genera la vergüenza, de nuestras percepciones y sentimientos; perdemos todo contacto con los recursos propios y nuestra capacidad queda anulada. Para sobrevivir emocionalmente a este dolor, nos acomodamos a los deseos ajenos.
Pienso en Alma, una paciente que llegó a uno de los grupos de Sanación de Nuestro Niño
Interior, quien desde niña tuvo que cuidar de ocho hermanos menores. Todo estaba prohibido para ella sólo debía obedecer y satisfacer las demandas de su familia.
A los 15 años recibe una cartita de amor, se la muestra a su mamá y esta, una vez más, se burla de ella, señalándole que con su fealdad quién podría quererla. Alma recuerda hoy, con mucho persona mayor que la descalificaba igual que su madre. Siempre viví avergonzada, humillada. Le decían:


¡Sos una inútil! ¡Sos una gordita fea!.

Tuvo 5 hijos, a los cuales crié con el mismo sentido de obligación con el cual había tenido que hacerse cargo de sus hermanos.
Alma está bloqueada afectivamente, no sabe cuándo poner límites, que es lo que tiene que dar o no en una relación.
Alma reconoce: No puedo imaginar ni planificar nada, hoy todo me avergüenza, me veo vieja, rezongona, enojada, amargada, tengo vergüenza de mi casa, no puedo aceptar a mis hijos como son, no estoy contenta con lo que hago. No puede comunicarse fluidamente, pues siente que pierde autoridad cuando demuestra cariño. A los 53 años, sigue cuidando niños ajenos como baby setter. Alma está llena de miedos e inseguridades, los mismos sentimientos que alguna vez experimentó el escritor Herman Hesse: Fue el miedo y la inseguridad lo que sentí en aquellas horas de infelicidad, miedo al castigo, miedo a mi propia conciencia, miedo a las inquietudes de mi alma, a la que acabé por sentir como prohibida y perversa.
Muchos de nosotros, como Hesse, alguna vez hemos sentido miedo a nuestros propios
sentimientos. Es entonces cuando podemos reconocer a la vergüenza tóxica, que se está
manifestando. Y se manifiesta ¡toda vez que nos sentimos derrotados, débiles e impotentes!.
Cuando alguna situación nos desborda y nos hundimos en la degradación y la sensación de
fracaso.
En esas circunstancias es fácil que nuestro crítico interior nos llene de culpabilidad. Por
supuesto, no siempre podemos soportar tanto malestar. Para evitarlo, lo encubrimos con actitudes omnipotentes como la de la zorra la fábula, quien antes que admitir su imposibilidad de alcanzar las uvas, elige decir ¡No me importan, están todas verdes!.
La mezcla de sentimientos nos va alejando más de los espacios de conexión con el mundo, hasta que nos inunda la desesperanza. Esa desesperanza producto de padres también avergonzados, que no pudieron hacerse cargo de las necesidades emocionales de sus hijos.


El niño frente al criticón


Nuestras conversaciones internas son la llave para escuchar nuestros pensamientos y
sentimientos. Hay una voz dentro de nuestra cabeza que dice. Nada de vos está bien, ¿Sos un fracaso?, ¿Nada te sale bien?, ¿Siempre tan torpe?.
¿Quién puede tolerar tanta descalificación sin reaccionar de algún modo? A veces nos retraemos y nos aislamos o, por el contrario, nos volvemos agresivos como consecuencia de la propiafrustración. Esta voz la podemos oír en distintas situaciones: mientras caminamos, cuando
dudamos, comemos o viajamos. Es una voz que, a veces, se mezcla con otra que nos aprueba,nos apoya o nos da permisos. Darnos cuenta del contenido de estas voces internas nos permite sentir cuánto nos apreciamos o despreciamos, cuán tolerantes o no somos con nuestros errores.
Al escucharlas podemos entender nuestros conflictos, darnos cuenta de nuestras ataduras a la historia familiar.
Lo que recibimos de nuestros padres no fueron sólo sus creencias y formas de pensar, sino
también el estilo de dirigirse a la gente, sus modales, su violencia: todas estas modalidades las internalizamos y terminamos por aceptarlas como nuestras, lo que de adultos, nos lleva a hablarnos a nosotros mismos con la misma dureza o dulzura.
Recuerdo a María, quién en el transcurso de su proceso pudo reconocer cuándo su niña interior se enfrentaba a la dureza de su adulto tirano, y cuándo a la comprensión de su adulto tolerante?.
Maria es única hija de una familia muy exigente, ante la cual debía ser la niña diez para ser querida. Siempre en su cabeza estaba la voz que le exigía hacer cosas para los demás, ser la perfecta. En un trabajo grupal entre la voz de su adulto tirano y su niña, María mantuvo el siguiente dialogo. Su adulto: Sos inteligente, Sos diferente, por eso te exijo. Cuando te pones frágil sos ridícula: no se puede creer que una mujer como vos se ponga de esa manera. Recupera equilibrio. No llores por cualquier cosa. Tenés todo para ser feliz.
Hoy, luego del trabajo de sanación que María pudo desarrollar en grupo, su niña puede
responder: Me importa un rábano ser diferente. Me jorobaste toda la vida con tus exigencias. A vos no te importa lo que me pasa, siempre me las tuve que arreglar sola, ahora sí que puedo permitirme llorar y reír, sentirme vencida y recuperarme.
Sólo después de esta respuesta, con la que María pudo hacer frente a ese déspota criticón, se abrió el espacio para que surgiera la voz de su adulto tolerante: Date permiso, fuiste exigida, ocúpate de vos, mímate un poco, te lo mereces. No importa lo que digan los demás, deja fluir tus sentimientos. Te quiero mucho. Este momento de reparación al cual acceden los participantes de los grupos de sanación, es profundamente conmovedor. Revela que la sanación es posible.
Las vivencias conflictivas de toda la infancia están en la oscuridad, ocultas en esas tinieblas permanecen las claves para la comprensión de toda su vida ulterior, advierte la psicoanalista alemana Alice Millar.
¿Qué caminos se abren para esta comprensión? Podemos rastrear las claves de nuestro pasado conectándonos con las creencias de nuestros padres (u otras figuras significativas de nuestra infancia) y con nuestras necesidades además registrar como en cada una de las dificultades de hoy permanece el niño que no puede decir no a su realidad.
Lic. Matilde Garvich

www.ninointerior.com